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El Laberinto de Wololo
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Cura a la fuerza

septiembre 27, 2019, 19:16, No hay comentarios

El sol brillaba alto en el cielo cuando entraron en su casa, la agarraron entre cuatro hombres, la metieron a la fuerza en una furgoneta blanca y pusieron rumbo hacia el hospital psiquiátrico de Bangor. Por mucho que gritó no consiguió que nadie viniera para ayudarla. Durante el trayecto, Bev apenas vio algo, el único resquicio de luz era el que provenía de una pequeña rendija en la parte superior del vehículo. Estaba en la parte trasera, encadenada por un brazo con ella estaba uno de sus captores, todos los intentos por hablar con el hombre de blanco fracasaron. 

Seguía pensando en cómo escapar, cuando la furgoneta se detuvo, la puerta se abrió y tras ella había un hombre con bata blanca, en la mano tenía una jeringuilla con un líquido amarillo en su interior. 

—No te preocupes, no te voy a hacer ningún daño —dijo mientras sonreía. 

Beverly dio patadas, luchó y se resistió, tuvieron que entrar más enfermeros para agarrarla, a pesar de estar encadenada, no pudieron reducirla fácilmente. Entre los cuatro la sacaron de la furgoneta. El sol estaba escondido a esas alturas del día cuando Bev se fijó en sus alrededores, la furgoneta estaba en frente de la entrada de un edificio color ceniza, con un camino estrecho de piedra que conducía hacia la entrada. Había enormes jardines de una gran variedad de especies exóticas y tal cantidad de árboles, que apenas se podía ver más allá de ellos. La dejaron de rodillas frente al doctor. En su bata, cosido a mano en letras negra, se podía leer: “Dr. Trent”. 

—¡Suéltenme! —gritó Beverly

—Si te soltamos, querida, podrías hacerte daño —contestó el doctor con voz muy suave—, tan solo queremos ayudarte. 

El doctor Trent se acercó a Bev y le clavó la jeringa en el brazo izquierdo, poco a poco fue notando como los ojos se le cerraban solos. 

Al despertarse, lo primero que sintió fue un fuerte dolor de cabeza y que estaba acostada en una cama muy incómoda. Observó la habitación en la que se encontraba, las paredes eran de piedra gris, solo había una pequeña ventana con barrotes en la que podía ver un cielo oscuro, escuchaba la tormenta que se estaba desatando fuera, no había más mobiliario que una cama, ni más objetos que un cubo. La única fuente de luz de la habitación provenía de una antorcha que pendía de una pared. Se acercó a la puerta pero estaba cerrada, no escuchaba nada más que la tormenta. Se acercó a la ventana, pero apenas llegaba para poder ver, cogió el cubo y lo colocó de manera que pudiera subirse en él y conseguir así ver el exterior. Estaba lloviendo a cántaros y varios relámpagos tatuaban el cielo, por lo poco que vio, el lugar no se parecía en nada al que la habían traído. El camino de piedra ya no existía, ni el jardín exótico, los árboles se habían reducido a unas pocas ramas resecas sobre troncos viejos. 

Seguía mirando por la ventana cuando escuchó el tintineo de las llaves detrás de ella, el ser que abrió la puerta no podía ser de este mundo. De corta estatura pero de brazos y torso muy musculados, de color verde, sin pelo y de orejas picudas, su vestimenta consistía en un viejo taparrabos de color oscuro. El extraño ser estaba abriendo la puerta mientras que con la otra mano sostenía una antorcha, detrás de él había otra criatura con una camisa larga raída, descosida por el centro dejando así al descubierto unos músculos muy marcados, antes había sido blanca y también llevaba un taparrabos. 

—¿Qué demonios sois? —gritó ella. 

—Tienes que venir con nosotros —dijo el ser con la camisa raída.

La extraña criatura que había hablado se acercó a ella con algo en las manos que no consiguió ver. Era incapaz de moverse debido al miedo, por mucho que intentaba mover los brazos y las piernas no le obedecían. Debido al shock no hizo nada cuando le colocaron un aro de cuero del que colgaba una cadena, mientras se lo ponían pudo distinguir en la vieja camisa unas letras negras. Una vez puesto el aro, el extraño ser tiró de la cadena con mucha fuerza, obligándola a moverse.

Fue arrastrada por un pasillo muy largo con muchas puertas cerradas, bajaron escaleras, pasaron por habitaciones llenas de polvo y telarañas sin encontrarse con ningún humano u otra criatura, no se pararon hasta llegar a una puerta con una calavera en el centro. El ser que portaba la antorcha abrió la puerta, dentro muchos seres los esperaban, todos iban desnudos, los viejos taparrabos decoraban el suelo. Lo único que había en la habitación era una gran tabla de madera sostenida por cuatro patas, en cada esquina había unos grilletes. 

—Ponedla encima de la camilla  —dijo el ser con la camisa.

Varios de esos seres se acercaron a Bev, la agarraron y la levantaron, no pudo hacer mucho para evitarlo, eran demasiados, también gritó pidiendo ayuda pero nadie vino. La colocaron en la tabla, le pusieron los grilletes en cada extremidad y le quitaron el aro que tenía en el cuello. Beverly no dejó de gritar, ni de intentar zafarse de su prisión. Se fijó que los cuerpos desnudos de los extraños seres les gustaba verla llorar y suplicar. La criatura vestida con la camisa raída se acercó a ella. 

—Vamos a curarte —dejó caer su taparrabos. 

Beverly dejó de contar cuántos intentaron curarla, dejó de contar cuando los seres pasaron de ser extrañas criaturas a ser humanos. 



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