Amor fraternal
—Aquí nunca ocurre nada nuevo —suspiró Mateo—, necesito algo... diferente, un cambio.
María y su hermano caminaban por un sendero de piedras gastadas, los cerezos en flor les indicaban el camino a seguir. María miraba a su alrededor mientras agitaba despacio un abanico verde.
—Yo prefiero que no pase nada —dijo sin mirar a su hermano.
—Eso es porque eres una cobarde.
María cerró el abanico muy rápido.
—¿Qué pasa?¿No dices nada? —la agarró del brazo—, ya decía yo —la soltó.
Continuaron el camino en silencio hasta que llegaron a la choza abandonada, que siempre veían de camino a casa. No tenía puerta y la única ventana había tenido mejor época. Mateo se adelantó, miró por la ventana y gritó como nunca había hecho antes. María tiró su mochila y corrió lo máximo que le permitieron sus piernas cortas.
—¡¿Mateo?!
—¡Ayúdame! —No dejaba de mover las brazos arriba y abajo, una y otra vez. La mochila se estaba rompiendo por el roce con el cristal roto—, ¡no me deja sacar la cabeza!
Al llegar a donde estaba su hermano, pisó los cristales, le agarró y tiró con todas sus fuerzas. Mateo salió sin ninguna dificultad y los dos cayeron. Mateo se estaba riendo con lágrimas en los ojos.
—No me lo puedo creer… —dijo entre risas—. ¡Ha funcionado!
—¡No ha tenido gracia! —María se levantó apoyándose en una mano—. Me hice daño.
—Siempre tienes miedo, tan solo son cristales —sentado en el suelo miró a su hermana mientras se levantaba—. Voy a entrar—incorporó de un salto—. ¡Voy a entrar! Si quieres puedes quedarte aquí… sola —Mateo tiró la mochila y sin esperar respuesta entró.
La choza era de madera y estaba llena de pequeños agujeros. María, con pasos cortos y temblorosos, entró. La peste la golpeó en los dientes, se tapó la boca y la nariz con las dos manos. Una vez recuperada de la impresión abrió los ojos y observó la casa, no había más mobiliario que una mesa tirada en el suelo y los restos de una silla. Apenas se podía ver el suelo, la naturaleza era la dueña. Mateo estaba mirando la pared más alejada, María se acercó con miedo. Primero lo miró a él, tenía los ojos y la boca muy abiertos, luego miró la pared:
CUIDA TUS PASOS, ESTÁN CONTADOS
—Mateo, no tiene ninguna gracia —dijo con voz temblorosa—, te estás pasando.
—Yo no he sido.
—¿Quién ha podido…?
—Algún vagabundo loco, seguramente. El mensaje parece estar escrito con sangre de animal —dijo sin apartar la mirada de la pared.
—¿Cómo lo sabes?
Mateo señaló a su izquierda. María vio los restos de ratas y gatos, a muchos de ellos les faltaba la cabeza.
—Mateo… —Le puso una mano en la espalda—, ¿estás bien?
Mateo no respondió, sonreía.
—¿Mateo?
—Increíble… —dijo en un susurro—. ¡Esto es increíble! —gritó de alegría— ¡Alguien que hace una broma decente en este pueblo!
—¿No tienes miedo?
—¿Yo? ¿Miedo? —miró a María—. ¿Te piensas que soy como tú?
Mateo se quedó mirando la frase e durante tanto tiempo que no se dio cuenta de que estaba solo. ¿A dónde habrá ido la gallina? Salió de la choza abandonada, recogió la mochila rota y reanudó el camino a casa. No veía a María por ninguna parte.
Empezó a llover, el camino de piedra había terminado y el resto era de tierra, las botas no tardaron en llenarse de barro. Se cubrió la cabeza con la mochila y empezó a correr.
No tardaría nada en llegar a casa, estaba muy cerca del puente que cruzaba el arroyo. Cuando llegó al puente vio que su hermana estaba sentada en el borde mirando el arroyo, con la mochila a su lado. Tenía el pelo pegado a la cara, la camisa rota en el costado y muy sucia.
— ¡¿María?!
No respondió. Se acercó a ella y le dijo:
—¿Qué haces aquí? —le preguntó y al ver que no respondía, se acercó más—, ¿Estás cabreada conmigo? Solo estaba bromeando.
—Tres… dos… uno —susurró María.
—¿Qué estás balbuceando?—Él la agarró por las axilas y la puso en pie—. ¡Vaya, sí que estás mojada! —Le colocó el pelo rojo detrás de la oreja—, ¿quién me iba a decir que mi hermanita iba a estar aquí sola? Con lo gallina que…
No pudo acabar la frase.
Lo último que sintió fue que estaba cayendo.