Los monstruos de colores
Todo empezó por la llamada de alguien que desconozco. Pregunté después muchas veces pero nadie me dijo quién fue. Aquella noche me hicieron bajar descalza y con mi viejo pijama roto, nadie intentó detenerlos cuando me sacaron a empujones y me metieron a rastras en la furgoneta. Ni siquiera mi padre se molestó en impedirles que me secuestraran, ni se molestó en levantarse de la cama. No fue la primera vez que me traicionaba, incluso cuando mamá vivía, lo hacía.
Antes de atarme las manos, uno de mis captores me dijo que no me preocupara, que iba a ir a un lugar donde va la gente que ha intentado quitarse la vida. No entendí sus palabras, yo nunca había tenido la intención hacerlo, por muchos motivos que tuviera.
Sigo experimentando el mismo miedo en mi cuerpo todas las noches.
Por mucho que grité nadie vino a rescatarme. El único resquicio de luz provenía de una pequeña rendija en la parte superior del vehículo cuando pasábamos bajo las farolas. Lo único que podía pensar era en escapar, incluso había ideado un plan para cuando me soltaran de mis ataduras pero en ningún momento me imaginé lo que había tras las puertas de la furgoneta.
No pude ver su rostro pero estaba segura de que era un hombre mayor por lo encorvado que estaba. Iba con una bata y tenía una jeringuilla en la mano. Me hacía gestos para que me tranquilizara mientras se acercaba poco a poco, detrás de él pude ver otras tres figuras que me observaban pero no pude verles bien las caras. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, pateé su cara y cayó de espaldas. Las imágenes siguen difusas en mi mente, recuerdo mi risa y los gritos del hombre de la bata, también recuerdo que dos de las figuras que esperaban afuera entraron, me golpearon y me agarraron. Todavía puedo notar ese primer pinchazo en mi brazo izquierdo y la lluvía caer por mi cara, como se mezclaba con mis lágrimas después de que me sacaran de la furgoneta.
Lo primero fue el dolor de cabeza y luego las náuseas. Estaba tumbada en una cama con una sábana que por el uso se había puesto amarilla. El aire frío entraba por una pequeña y solitaria ventana que estaba sobre la cama. Después de varios intentos conseguí incorporarme y miré a través del hueco con barrotes. Estaba nublado pero dejaba ver el sol, pasaba una suerte de luz hiriente a los ojos. Intenté levantarme pero el dolor entre las piernas me lo impidió. Bajé la mirada.
Un charco de sangre seca manchaba la sábana y mis muslos. La primera lágrima descendió por mi mejilla al comprender que ya no sería yo misma nunca más, me habían quitado todo.
Grité y lloré todo lo que mi cabeza y mi cuerpo pudieron aguantar, volví a perder el conocimiento. Las pesadillas de ese día nunca las podré olvidar porque las sigo teniendo. Estoy en la furgoneta otra vez, intento liberarme de mis captores pero por mucho que lo intento, el hombre de la bata siempre consigue clavarme la jeringuilla. También estoy la sobre la cama de sábanas viejas con una sombra sobre mí y por mucho que me resisto no consigo quitármelo de encima. Me digo a mi misma que no puede ser verdad lo que está ocurriendo, hasta que consigo despertarme. En esos momentos me doy cuenta de que todo lo que había soñado es una realidad que nunca podré superar.
No sé cuánto tiempo estuve sentada en el suelo junto a la puerta. Conseguí levantarme de la cama mugrienta, incluso logré llegar hasta la puerta a pesar de mis temblorosas piernas. Me dolía la entrepierna y juro que en ese momento creía que me iba a doler para siempre, y no me equivocaba. Intenté con todas mis energías abrirla pero por mucha fuerza que empleé, no conseguí mover ni un milímetro la puerta de su posición.
Todo mi ser se sacudió. Me decía que debía de quedarme ahí por ser como soy, por hacer sufrir a mis padres, incluso me decía que la muerte de mi madre había sido por mi culpa. Con todos esos pensamientos en mi cabeza caí rendida junto a la puerta. Cuando volví a recuperar el conocimiento repté hasta la cama, ignoré las heridas que se estaban formando en mis rodillas y el dolor de mis partes antes íntimas. Lo ignoré todo porque ya estaba rota en mil pedazos y creía que no podría romperme más.
Era de noche cuando llegó, lo supe porque había mirado por la ventana con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera ayudarme. No vi a nadie. Llovía a cántaros, incluso notaba las gotas frías caer sobre mi frente y mis manos. Varios relámpagos tatuaban el cielo, entre una descarga y otra contemplé un poco el exterior. Un camino estrecho de piedra que comenzaba desde la carretera, conducía hacia algún punto del edificio y los pocos árboles que había en el jardín seco se habían visto reducidos a unas pocas ramas resecas sobre troncos viejos. A lo lejos creí distinguir unas luces que se acercaban por la calzada. Me disponía a pedir auxilio cuando el sonido de la puerta abriéndose y la luz encendiéndose hicieron que abandonara toda esperanza.
La puerta de la celda debía de ser la entrada a un mundo de pesadilla.
Me pellizqué los muslos hasta que noté la sangre correr por mis dedos, intentaba despertarme del horror que estaba viendo. No podía ser, el extraño ser que me estaba mirando no debería de existir en nuestro planeta.
El color violeta de su piel destacaba por encima de las paredes verde jade de la habitación. No era muy grande aunque seguía siendo más alto que yo, tenía los brazos largos y bajo la casaca azul distinguí una barriga prominente. No tenía pelo en la cabeza y sus orejas picudas destacaban más que la fealdad de su rostro. Su aspecto de bestia no era lo que más miedo me dio, lo terrorífico de verdad eran sus ojos castaños, aunque eran mucho más grandes, tenía la sensación de que estaba siendo observada por unos ojos muy parecidos a los de un ser humano.
Sobre sus enormes garras llevaba una bandeja con dos platos y dos vasos. Bajó la mirada y se acercó a mí sin decir nada ¿acaso podía hablar? Era una de las muchas preguntas que rondaba por mi mente, preguntas cuyas respuestas no quería saber por miedo.
Al ver que me pegaba a la pared se detuvo. Estaba segura de que el temblor de mi cuerpo lo podrían escuchar incluso fuera del edificio. Dejó la bandeja en el suelo y se acercó a la puerta. Se disponía a abandonar la habitación cuando se volteó, primero observó el charco de sangre seca de la cama, luego el rastro que había dejado al gatear y después me miró directamente a los ojos. A día de hoy sigo manteniendo que en el fondo de sus ojos casi humanos había lástima.
Reuní las pocas fuerzas que me quedaban para detener el castañeo de mis dientes y decir algo, pero era como una niña que estaba aprendiendo a hablar. El sonido de la puerta al cerrarse consiguió reducir un poco los temblores que producía todo mi ser.
Estaba terriblemente cansada. Noté el estómago vacío y la boca seca pero aún así no podía meterme nada en la boca. Después de unos segundos que se me antojaron horas, me acerqué a la bandeja que había traído el monstruo violeta. La cena consistía en un plato de sopa y otro lleno de trozos de pan duro. Debo admitir que en un principio quise intentar comer pero al ver el contenido de los vasos de plástico me decanté por seguir pasando hambre. Uno de los vasos estaba relleno de un líquido que parecía agua, aunque olía a otra cosa completamente distinta. El otro estaba lleno de pastillas de varios colores y tamaños.
¿De verdad pensaban que me iba a tomar las pastillas?
¿En serio creían que iba a permitir que me hicieran lo mismo?
El calor que inundó mi cuerpo detuvo los espasmos que me habían sacudido. Cogí la bandeja y la lancé contra la puerta. Grité, insulté, maldije y me cagué en los hombres que me habían secuestrado, en el monstruo violeta de ojos falsos y en mi padre por no evitar que me capturaran. Acabé por tirar el colchón al suelo, lo único que se mantuvo en su sitio fue el somier viejo y oxidado.
Un fuerte dolor en mi entrepierna hizo que me encogiera y la ira que había renovado mis fuerzas de rebelión me abandonase. ¿Cómo iba a poder escapar? ¿Cómo iba a superar a un monstruo salido del mismísimo infierno? No estaba segura de si trataba de un solo engendro o si había muchos más dentro del edificio, tampoco podía olvidar a los hombres que me habían secuestrado, estaba segura de que estarían también por ahí. En lo único en lo que pensaba era que no podía escapar, que iba a estar presa y a merced de unos seres de este planeta y de otros que provenían del averno, aunque tampoco es que hubiera diferencia alguna. Iba a morir ahí dentro.
Caminé hacia el colchón que había tirado al suelo, por suerte estaba del revés y no se podía apreciar la mancha seca que siempre estará fresca en mi memoria. Me acosté y me encogí agarrándome por las rodillas, abrazándome en un intento de consolarme a mí misma. Me quedé en la misma posición, esperaba a que el resto de monstruos y hombres vinieran a acabar con la pesadilla a la que yo llamaba vida.
Desconozco cuánto tiempo pasó hasta que me quedé dormida.
El sonido de las llaves al intentar abrir la puerta hizo que abandonara los sueños tenebrosos para devolverme a una pesadilla más real. Me costó levantarme, mi cuerpo se quejó por haber mantenido la misma postura toda la noche, me dolían los brazos, las piernas, la espalda y lo más profundo de mi ser. Los restos de la cena de la noche anterior y el rugido de mi estómago me recordaron el hambre que tenía, incluso pasó por mi mente comerme los trozos duros de pan. Lamentaba haber tirado la comida y lo lamentaba aún más cuando el imaginario olor de la sopa volvió a recorrer mis fosas nasales.
¿Volvería el mismo monstruo violeta de la noche anterior? La imagen de sus ojos castaños, casi humanos y llenos de compasión me asaltó.
Pero no se trataba del ser violáceo. La puerta se abrió y entró otro monstruo.
Era de color rojo y la camisa negra la llevaba tan apretada que distinguía unos pectorales definidos sobre un vientre plano y marcado, las mangas estaban a punto de reventar por la presión de sus gruesos brazos. Me bastó con un leve atisbo de su rostro para estar segura que no iba a encontrar rastro de la lástima que había visto en los ojos del ser violáceo.
Tenía una nariz ganchuda, acabada en pico y sus ojos estaban inundados por un pozo de oscuridad. El monstruo rojizo no llevaba ninguna bandeja en la mano, traía consigo una porra negra de cuero que balanceaba con la confianza de alguien que sabe usarla y que está deseando hacer.
Primero me gruñó como si hubiera intentado buscar las palabras para hablar conmigo y no las hubiera encontrado. Al final movió la porra en un gesto que me obligaba a abandonar la celda y al final consiguió decirme que saliera. Decir esa única palabra no lo humanizó, tampoco hizo que remitiera el pavor que sentía. No dije nada, la saliva de mi boca era tan densa que parecía una bola de harina enorme, por mucho que lo intenté, no la conseguí tragar. Volvió a repetir el mismo gesto y la misma palabra, algo en sus ojos negros me confirmó que estaba dispuesto a sacarme de la sala con los pies por delante si hacía falta.
El miedo a ser golpeada hizo que consiguiera mover las piernas a pesar de que mi instinto me gritaba que no lo hiciera. Justo cuando pasaba por delante del ser rojo, unas tenazas en forma de garras rojas me aferraron una nalga. No podía caminar ni moverme, estaba paralizada y sin poder decir nada. El monstruo reía mientras frotaba mi trasero lentamente, lo único que pensaba era que su zarpa iba en una dirección donde no debería ir. Se cansó de frotar y me apretó la nalga tan fuerte que sentí como mi viejo pijama se rasgaba.
Un grito lejano impidió que el ser infernal continuase con su deleite. Levantó la porra y apuntó a la izquierda. Caminé en la dirección hacia la que me señalaba y noté como un líquido caliente bajaba por la cara interna de mis muslos.
Cruzaba un pasillo infinito de paredes blancas. No miré atrás, sabía que el monstruo rojo me seguía muy de cerca. A cada lado del pasillo, una decena de puertas me daban una triste bienvenida, algunas tenían una pequeña ventana y otras, no. Junto a cada una de ellas había un letrero gris que indicaba el número de la sala en azul, casi negro. Supuse que se trataba del número de la celda, no me había fijado en el número de la mía. El hecho de que hubieran más celdas podría indicar que no estaba sola, que podría unirme a un grupo de prisioneras y conseguir escapar.
Seguí caminando hasta que llegué a una intersección, parecía que no había diferencias entre un camino u otro, pero el monstruo sabía adonde ir y me empujó hacia el camino de la derecha. En el trayecto por ese pasillo, descubrí que los segundos se podían transformar en una unidad de tiempo imposible de medir.
El sonido de una multitud de voces me marcó mi destino. ¡No estoy sola! ¡Todavía existe la posibilidad de escapar! Me gritaba a mi misma por dentro, una pequeña llama de esperanza similar a la de una vela empezaba a caldear mi interior, haciéndome soñar con la libertad.
Ese fuego fue extinguido por completo en el momento en el que entré en la gran sala.
Lo primero que me vino a la mente cuando vi la sala fue que me encontraba en un área de descanso vieja y mal cuidada. Solo había un sofá gris con flores de colores que ya había pasado a mejor vida, una mesa de metal oxidada sin sillas que la acompañaran y ningún cuadro colgaba de las paredes blancas con gotelé. El suelo estaba cubierto por grandes baldosas grises con puntos negros y blancos irregulares.
Las voces que había escuchado en el pasillo eran los gritos lastimeros de las que me acompañaban en el infierno. Todas estaban vestidas con harapos que hacían que mi viejo pijama fuera ideal para usarlo como vestido de boda. Algunas estaban sentadas en el suelo y se rascaban la espalda en el gotelé con demasiado entusiasmo, otras ocupaban las pocas sillas de plástico que había. La mayoría de las mujeres de la sala se mecían ellas mismas en un intento de reconfortarse. A pesar de la luz que entraba por la pequeña claraboya del techo, estaba dentro de una sala oscura donde no parecía existir ningún otro tipo de estímulo. No había ningún monstruo ni ningún hombre.
Aún estaba bajo el marco de la puerta cuando sentí que algo duro me empujaba entre los omóplatos. Me había olvidado completamente de que tenía a un monstruo horrible a mi espalda. Volvió a empujarme, lo hizo tan fuerte que caí al suelo y noté que paré la caída con la ayuda de mis rodillas sangrantes. Iba a levantarme pero antes de que pudiera hacerlo, el monstruo puso su querida porra de cuero negra entre mis nalgas, la mantuvo unos segundos hasta que la retiró, pasó sobre mí y caminó hasta colocarse frente a la puerta de barrotes negros que estaba al fondo de la sala.
Nadie vino a ayudarme, nadie me preguntó si estaba bien, todas estábamos luchando contra sus propios demonios y yo era la nueva ahí. No estaba lo suficientemente rota como el resto, aunque sentía que los pocos trozos que quedaban de mí se iban volatilizando hasta casi desaparecer.
Conseguí incorporarme con mucho esfuerzo, me senté en el suelo y apoyé la espalda en la pared. No quité mis ojos llorosos de la puerta que bloqueaba el monstruo rojo, creía que si habíamos entrado por la otra es que entonces por ahí estaba la salida de ese infierno. El ser balanceaba la porra con una mano y con la otra se tocaba sus partes más monstruosas mientras nos miraba a todas con una sonrisa que mostraba unos colmillos amarillentos, de vez en cuando se pasaba la lengua por el labio inferior. Algo llamó su atención, se giró y la puerta se abrió. Entró el mismo monstruo violeta que me había traído la cena la noche anterior, aunque parecía diferente. Iba más erguido, sus garras ya no eran tan grandes, sus orejas ya no acababan en pico y pude ver algo de pelusilla negra en su cabeza. Estaba segura de que era él, tenía los mismos ojos castaños.
La conversación entre los dos monstruos no duró mucho, había intentado escuchar pero no entendía nada de su extraño idioma. Antes de salir de la sala, el ser violáceo me examinó de arriba a abajo y aunque estaba lejos, volví a ver lástima en sus ojos casi humanos. No entendía porqué me miraba de esa forma y no hacía nada por ayudarme. ¿Es que nadie iba a ayudarme a escapar?
Los posibles escenarios que me había imaginado en los que de repente entraban en la sala y me sacaban de ahí se habían borrado de mi mente y de mi corazón. No podía esperar la ayuda de alguien que no fuera yo misma. Conseguí levantarme mientras me agarraba de la pared y clavaba las uñas en las pequeñas gotas de la pintura seca del gotelé. Caminé sin pensar hacia el monstruo rojo, tampoco quería hacerlo. porque si lo pensaba volvería al suelo y sería una más entre el resto de las mujeres que se balanceaban y gemían. Lo único que quería era salir de allí y sé que es un pensamiento egoísta porque el resto de mujeres no estaba presente en mi mente, y eso que seguramente habían pasado por cosas mucho peores que yo.
Cuando llegué frente al monstruo rojo, sentí que las fuerzas que me habían ayudado a levantarme del suelo flaqueaban. Ver esos pozos negros sin iris ni pupilas y los colmillos casi me convencen de que me diera la vuelta. Aún sigo sin entender cómo es que no volví al suelo.
Imploré, rogué, pedí y supliqué que me dejara salir de ese lugar. Estaba segura de que me entendía porque no dejaba de sonreír y de negar con la cabeza. Sentí que todos mis intentos iban a acabar en ese asqueroso gesto. Me propuse rodearlo, incluso finté a un lado y a otro pero no se movió. Lo único que hacía era reír. Tan solo era entretenimiento para él.
Lo único que quería en ese momento era borrar esa sonrisa de su rostro rojizo. Golpeé con el puño cerrado su nariz ganchuda. Recuerdo su cara, pasó de una expresión de completo júbilo a una de total desconcierto. Tampoco puedo olvidar lo que vino después de que su desconcierto mudase en el mayor gesto de rabia que he visto en mi vida. Me zumbaron los oídos por el bofetón, no me había dado cuenta del momento en el que el monstruo había despegado la garra de su cadera. Me tambaleé y caí al suelo de rodillas. El sonido me llevó a los días de navidad en los que mi vecino tiraba petardos en la calle. Algo caliente me caía por la nariz hasta llegar a mi labio superior, noté el sabor metálico de la sangre. Intenté tragar la masa casi física de miedo que se había formado en mi garganta, sabía a ácido. Quería retroceder y volver a mi sitio junto a la pared, pero no podía moverme. El ser me tenía cogida por una pierna, me arrastró hacia él y por mucho que traté de liberarme, no pude evitar que me alzara. Aún noto la presión de su hombro en mi estómago.
Golpeó los barrotes con la porra y gritó algo que no entendí, no dijo ni hizo nada más. El calor en la mejilla aún persistía y sentía los ecos del golpe. La puerta se abrió y escuché como el monstruo rojo se comunicaba con otro, me veo incapaz de intentar imitar los sonidos que hacían, aunque nunca los olvidaré. Deseaba que fuera el ser violáceo pero cuando el rojizo empezó a caminar, vi como otro monstruo idéntico de color amarillo cerraba la puerta. Pasamos por un pasillo muy largo, cuando cierro los ojos sigo viendo la misma sucesión de puertas verdes tras mis párpados. Intenté liberarme, pero el golpe contra mis nalgas consiguió que no lo volviera a hacer. Pensaba que iba a encontrarme con algún hombre o con el ser violáceo, pero no fue así, no había nadie. Bajamos por unas escaleras y entramos en la habitación con paredes de azulejos. No fue hasta que me tiró sobre la camilla cuando me di cuenta de que no estábamos solos en esa habitación.
Me agarraron por los pies y por las manos, me sujetaron con unas correas de tela blanca. Los tobillos y las muñecas me ardían cuando intentaba liberarme. Cuatro monstruos de colores me miraban y no dejaban de sonreír. El rojo con la porra, el verde y el naranja vestidos con casacas azules y el negro iba en bata y tenía una jeringuilla en la mano.
No tardó en inyectarme el sedante en mi brazo derecho, tampoco esperaron a que me hiciera efecto. La manada de monstruos de colores se abalanzó sobre mí y no pude hacer nada para evitarlo, estaba paralizada. No recuerdo que monstruo fue el que me rompió el viejo pijama que me había regalado mi madre pocos días antes de morir. Tampoco sé quién de todos esos seres infernales empezó. Lo que sí estoy segura es que todos participaron y más de una vez. Los pocos trozos que quedaban de mí desaparecieron tras cada embestida. En el fondo, agradezco haber perdido la consciencia, aunque sé que eso no los detuvo. Lo único que deseaba en ese momento era no volver a despertarme nunca más.
No sé qué pasó después de eso. A veces me vienen imágenes, sensaciones y sonidos. Noto las gotas de la lluvia empapando mi pelo, el aire frío erizando mi piel, el sonido de múltiples sirenas de policía y unos brazos fuertes que me sostienen y me protegen. Al cerrar los ojos puedo ver la parte trasera del coche, como la luz del sol entra por el cristal delantero e ilumina a un hombre de ojos castaños y que tiene un pañuelo violeta que sobresale del bolsillo de su casaca azul de enfermero.
Las lágrimas bajaban por su rostro. Las mujeres que formaban un círculo a su alrededor se levantaron y la abrazaron, alabaron el valor que había tenido al contar su historia. Una historia que también habían sufrido. Y en ese momento sintió que nunca más iba a volver a estar sola.