Los monstruos de colores
Todo empezó por la llamada de alguien que desconozco. Pregunté después muchas veces pero nadie me dijo quién fue. Aquella noche me hicieron bajar descalza y con mi viejo pijama roto, nadie intentó detenerlos cuando me sacaron a empujones y me metieron a rastras en la furgoneta. Ni siquiera mi padre se molestó en impedirles que me secuestraran, ni se molestó en levantarse de la cama. No fue la primera vez que me traicionaba, incluso cuando mamá vivía, lo hacía.
Antes de atarme las manos, uno de mis captores me dijo que no me preocupara, que iba a ir a un lugar donde va la gente que ha intentado quitarse la vida. No entendí sus palabras, yo nunca había tenido la intención hacerlo, por muchos motivos que tuviera.
Sigo experimentando el mismo miedo en mi cuerpo todas las noches.
Por mucho que grité nadie vino a rescatarme. El único resquicio de luz provenía de una pequeña rendija en la parte superior del vehículo cuando pasábamos bajo las farolas. Lo único que podía pensar era en escapar, incluso había ideado un plan para cuando me soltaran de mis ataduras pero en ningún momento me imaginé lo que había tras las puertas de la furgoneta.
No pude ver su rostro pero estaba segura de que era un hombre mayor por lo encorvado que estaba. Iba con una bata y tenía una jeringuilla en la mano. Me hacía gestos para que me tranquilizara mientras se acercaba poco a poco, detrás de él pude ver otras tres figuras que me observaban pero no pude verles bien las caras. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, pateé su cara y cayó de espaldas. Las imágenes siguen difusas en mi mente, recuerdo mi risa y los gritos del hombre de la bata, también recuerdo que dos de las figuras que esperaban afuera entraron, me golpearon y me agarraron. Todavía puedo notar ese primer pinchazo en mi brazo izquierdo y la lluvía caer por mi cara, como se mezclaba con mis lágrimas después de que me sacaran de la furgoneta.
Lo primero fue el dolor de cabeza y luego las náuseas. Estaba tumbada en una cama con una sábana que por el uso se había puesto amarilla. El aire frío entraba por una pequeña y solitaria ventana que estaba sobre la cama. Después de varios intentos conseguí incorporarme y miré a través del hueco con barrotes. Estaba nublado pero dejaba ver el sol, pasaba una suerte de luz hiriente a los ojos. Intenté levantarme pero el dolor entre las piernas me lo impidió. Bajé la mirada.
Un charco de sangre seca manchaba la sábana y mis muslos. La primera lágrima descendió por mi mejilla al comprender que ya no sería yo misma nunca más, me habían quitado todo.
Grité y lloré todo lo que mi cabeza y mi cuerpo pudieron aguantar, volví a perder el conocimiento. Las pesadillas de ese día nunca las podré olvidar porque las sigo teniendo. Estoy en la furgoneta otra vez, intento liberarme de mis captores pero por mucho que lo intento, el hombre de la bata siempre consigue clavarme la jeringuilla. También estoy la sobre la cama de sábanas viejas con una sombra sobre mí y por mucho que me resisto no consigo quitármelo de encima. Me digo a mi misma que no puede ser verdad lo que está ocurriendo, hasta que consigo despertarme. En esos momentos me doy cuenta de que todo lo que había soñado es una realidad que nunca podré superar.
No sé cuánto tiempo estuve sentada en el suelo junto a la puerta. Conseguí levantarme de la cama mugrienta, incluso logré llegar hasta la puerta a pesar de mis temblorosas piernas. Me dolía la entrepierna y juro que en ese momento creía que me iba a doler para siempre, y no me equivocaba. Intenté con todas mis energías abrirla pero por mucha fuerza que empleé, no conseguí mover ni un milímetro la puerta de su posición.
Todo mi ser se sacudió. Me decía que debía de quedarme ahí por ser como soy, por hacer sufrir a mis padres, incluso me decía que la muerte de mi madre había sido por mi culpa. Con todos esos pensamientos en mi cabeza caí rendida junto a la puerta. Cuando volví a recuperar el conocimiento repté hasta la cama, ignoré las heridas que se estaban formando en mis rodillas y el dolor de mis partes antes íntimas. Lo ignoré todo porque ya estaba rota en mil pedazos y creía que no podría romperme más.
Era de noche cuando llegó, lo supe porque había mirado por la ventana con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera ayudarme. No vi a nadie. Llovía a cántaros, incluso notaba las gotas frías caer sobre mi frente y mis manos. Varios relámpagos tatuaban el cielo, entre una descarga y otra contemplé un poco el exterior. Un camino estrecho de piedra que comenzaba desde la carretera, conducía hacia algún punto del edificio y los pocos árboles que había en el jardín seco se habían visto reducidos a unas pocas ramas resecas sobre troncos viejos. A lo lejos creí distinguir unas luces que se acercaban por la calzada. Me disponía a pedir auxilio cuando el sonido de la puerta abriéndose y la luz encendiéndose hicieron que abandonara toda esperanza.
La puerta de la celda debía de ser la entrada a un mundo de pesadilla.
Me pellizqué los muslos hasta que noté la sangre correr por mis dedos, intentaba despertarme del horror que estaba viendo. No podía ser, el extraño ser que me estaba mirando no debería de existir en nuestro planeta.
El color violeta de su piel destacaba por encima de las paredes verde jade de la habitación. No era muy grande aunque seguía siendo más alto que yo, tenía los brazos largos y bajo la casaca azul distinguí una barriga prominente. No tenía pelo en la cabeza y sus orejas picudas destacaban más que la fealdad de su rostro. Su aspecto de bestia no era lo que más miedo me dio, lo terrorífico de verdad eran sus ojos castaños, aunque eran mucho más grandes, tenía la sensación de que estaba siendo observada por unos ojos muy parecidos a los de un ser humano.
Sobre sus enormes garras llevaba una bandeja con dos platos y dos vasos. Bajó la mirada y se acercó a mí sin decir nada ¿acaso podía hablar? Era una de las muchas preguntas que rondaba por mi mente, preguntas cuyas respuestas no quería saber por miedo.
Al ver que me pegaba a la pared se detuvo. Estaba segura de que el temblor de mi cuerpo lo podrían escuchar incluso fuera del edificio. Dejó la bandeja en el suelo y se acercó a la puerta. Se disponía a abandonar la habitación cuando se volteó, primero observó el charco de sangre seca de la cama, luego el rastro que había dejado al gatear y después me miró directamente a los ojos. A día de hoy sigo manteniendo que en el fondo de sus ojos casi humanos había lástima.
Reuní las pocas fuerzas que me quedaban para detener el castañeo de mis dientes y decir algo, pero era como una niña que estaba aprendiendo a hablar. El sonido de la puerta al cerrarse consiguió reducir un poco los temblores que producía todo mi ser.
Estaba terriblemente cansada. Noté el estómago vacío y la boca seca pero aún así no podía meterme nada en la boca. Después de unos segundos que se me antojaron horas, me acerqué a la bandeja que había traído el monstruo violeta. La cena consistía en un plato de sopa y otro lleno de trozos de pan duro. Debo admitir que en un principio quise intentar comer pero al ver el contenido de los vasos de plástico me decanté por seguir pasando hambre. Uno de los vasos estaba relleno de un líquido que parecía agua, aunque olía a otra cosa completamente distinta. El otro estaba lleno de pastillas de varios colores y tamaños.
¿De verdad pensaban que me iba a tomar las pastillas?
¿En serio creían que iba a permitir que me hicieran lo mismo?
El calor que inundó mi cuerpo detuvo los espasmos que me habían sacudido. Cogí la bandeja y la lancé contra la puerta. Grité, insulté, maldije y me cagué en los hombres que me habían secuestrado, en el monstruo violeta de ojos falsos y en mi padre por no evitar que me capturaran. Acabé por tirar el colchón al suelo, lo único que se mantuvo en su sitio fue el somier viejo y oxidado.
Un fuerte dolor en mi entrepierna hizo que me encogiera y la ira que había renovado mis fuerzas de rebelión me abandonase. ¿Cómo iba a poder escapar? ¿Cómo iba a superar a un monstruo salido del mismísimo infierno? No estaba segura de si trataba de un solo engendro o si había muchos más dentro del edificio, tampoco podía olvidar a los hombres que me habían secuestrado, estaba segura de que estarían también por ahí. En lo único en lo que pensaba era que no podía escapar, que iba a estar presa y a merced de unos seres de este planeta y de otros que provenían del averno, aunque tampoco es que hubiera diferencia alguna. Iba a morir ahí dentro.
Caminé hacia el colchón que había tirado al suelo, por suerte estaba del revés y no se podía apreciar la mancha seca que siempre estará fresca en mi memoria. Me acosté y me encogí agarrándome por las rodillas, abrazándome en un intento de consolarme a mí misma. Me quedé en la misma posición, esperaba a que el resto de monstruos y hombres vinieran a acabar con la pesadilla a la que yo llamaba vida.
Desconozco cuánto tiempo pasó hasta que me quedé dormida.
El sonido de las llaves al intentar abrir la puerta hizo que abandonara los sueños tenebrosos para devolverme a una pesadilla más real. Me costó levantarme, mi cuerpo se quejó por haber mantenido la misma postura toda la noche, me dolían los brazos, las piernas, la espalda y lo más profundo de mi ser. Los restos de la cena de la noche anterior y el rugido de mi estómago me recordaron el hambre que tenía, incluso pasó por mi mente comerme los trozos duros de pan. Lamentaba haber tirado la comida y lo lamentaba aún más cuando el imaginario olor de la sopa volvió a recorrer mis fosas nasales.
¿Volvería el mismo monstruo violeta de la noche anterior? La imagen de sus ojos castaños, casi humanos y llenos de compasión me asaltó.
Pero no se trataba del ser violáceo. La puerta se abrió y entró otro monstruo.
Era de color rojo y la camisa negra la llevaba tan apretada que distinguía unos pectorales definidos sobre un vientre plano y marcado, las mangas estaban a punto de reventar por la presión de sus gruesos brazos. Me bastó con un leve atisbo de su rostro para estar segura que no iba a encontrar rastro de la lástima que había visto en los ojos del ser violáceo.
Tenía una nariz ganchuda, acabada en pico y sus ojos estaban inundados por un pozo de oscuridad. El monstruo rojizo no llevaba ninguna bandeja en la mano, traía consigo una porra negra de cuero que balanceaba con la confianza de alguien que sabe usarla y que está deseando hacer.
Primero me gruñó como si hubiera intentado buscar las palabras para hablar conmigo y no las hubiera encontrado. Al final movió la porra en un gesto que me obligaba a abandonar la celda y al final consiguió decirme que saliera. Decir esa única palabra no lo humanizó, tampoco hizo que remitiera el pavor que sentía. No dije nada, la saliva de mi boca era tan densa que parecía una bola de harina enorme, por mucho que lo intenté, no la conseguí tragar. Volvió a repetir el mismo gesto y la misma palabra, algo en sus ojos negros me confirmó que estaba dispuesto a sacarme de la sala con los pies por delante si hacía falta.
El miedo a ser golpeada hizo que consiguiera mover las piernas a pesar de que mi instinto me gritaba que no lo hiciera. Justo cuando pasaba por delante del ser rojo, unas tenazas en forma de garras rojas me aferraron una nalga. No podía caminar ni moverme, estaba paralizada y sin poder decir nada. El monstruo reía mientras frotaba mi trasero lentamente, lo único que pensaba era que su zarpa iba en una dirección donde no debería ir. Se cansó de frotar y me apretó la nalga tan fuerte que sentí como mi viejo pijama se rasgaba.
Un grito lejano impidió que el ser infernal continuase con su deleite. Levantó la porra y apuntó a la izquierda. Caminé en la dirección hacia la que me señalaba y noté como un líquido caliente bajaba por la cara interna de mis muslos.
Cruzaba un pasillo infinito de paredes blancas. No miré atrás, sabía que el monstruo rojo me seguía muy de cerca. A cada lado del pasillo, una decena de puertas me daban una triste bienvenida, algunas tenían una pequeña ventana y otras, no. Junto a cada una de ellas había un letrero gris que indicaba el número de la sala en azul, casi negro. Supuse que se trataba del número de la celda, no me había fijado en el número de la mía. El hecho de que hubieran más celdas podría indicar que no estaba sola, que podría unirme a un grupo de prisioneras y conseguir escapar.
Seguí caminando hasta que llegué a una intersección, parecía que no había diferencias entre un camino u otro, pero el monstruo sabía adonde ir y me empujó hacia el camino de la derecha. En el trayecto por ese pasillo, descubrí que los segundos se podían transformar en una unidad de tiempo imposible de medir.
El sonido de una multitud de voces me marcó mi destino. ¡No estoy sola! ¡Todavía existe la posibilidad de escapar! Me gritaba a mi misma por dentro, una pequeña llama de esperanza similar a la de una vela empezaba a caldear mi interior, haciéndome soñar con la libertad.
Ese fuego fue extinguido por completo en el momento en el que entré en la gran sala.
Lo primero que me vino a la mente cuando vi la sala fue que me encontraba en un área de descanso vieja y mal cuidada. Solo había un sofá gris con flores de colores que ya había pasado a mejor vida, una mesa de metal oxidada sin sillas que la acompañaran y ningún cuadro colgaba de las paredes blancas con gotelé. El suelo estaba cubierto por grandes baldosas grises con puntos negros y blancos irregulares.
Las voces que había escuchado en el pasillo eran los gritos lastimeros de las que me acompañaban en el infierno. Todas estaban vestidas con harapos que hacían que mi viejo pijama fuera ideal para usarlo como vestido de boda. Algunas estaban sentadas en el suelo y se rascaban la espalda en el gotelé con demasiado entusiasmo, otras ocupaban las pocas sillas de plástico que había. La mayoría de las mujeres de la sala se mecían ellas mismas en un intento de reconfortarse. A pesar de la luz que entraba por la pequeña claraboya del techo, estaba dentro de una sala oscura donde no parecía existir ningún otro tipo de estímulo. No había ningún monstruo ni ningún hombre.
Aún estaba bajo el marco de la puerta cuando sentí que algo duro me empujaba entre los omóplatos. Me había olvidado completamente de que tenía a un monstruo horrible a mi espalda. Volvió a empujarme, lo hizo tan fuerte que caí al suelo y noté que paré la caída con la ayuda de mis rodillas sangrantes. Iba a levantarme pero antes de que pudiera hacerlo, el monstruo puso su querida porra de cuero negra entre mis nalgas, la mantuvo unos segundos hasta que la retiró, pasó sobre mí y caminó hasta colocarse frente a la puerta de barrotes negros que estaba al fondo de la sala.
Nadie vino a ayudarme, nadie me preguntó si estaba bien, todas estábamos luchando contra sus propios demonios y yo era la nueva ahí. No estaba lo suficientemente rota como el resto, aunque sentía que los pocos trozos que quedaban de mí se iban volatilizando hasta casi desaparecer.
Conseguí incorporarme con mucho esfuerzo, me senté en el suelo y apoyé la espalda en la pared. No quité mis ojos llorosos de la puerta que bloqueaba el monstruo rojo, creía que si habíamos entrado por la otra es que entonces por ahí estaba la salida de ese infierno. El ser balanceaba la porra con una mano y con la otra se tocaba sus partes más monstruosas mientras nos miraba a todas con una sonrisa que mostraba unos colmillos amarillentos, de vez en cuando se pasaba la lengua por el labio inferior. Algo llamó su atención, se giró y la puerta se abrió. Entró el mismo monstruo violeta que me había traído la cena la noche anterior, aunque parecía diferente. Iba más erguido, sus garras ya no eran tan grandes, sus orejas ya no acababan en pico y pude ver algo de pelusilla negra en su cabeza. Estaba segura de que era él, tenía los mismos ojos castaños.
La conversación entre los dos monstruos no duró mucho, había intentado escuchar pero no entendía nada de su extraño idioma. Antes de salir de la sala, el ser violáceo me examinó de arriba a abajo y aunque estaba lejos, volví a ver lástima en sus ojos casi humanos. No entendía porqué me miraba de esa forma y no hacía nada por ayudarme. ¿Es que nadie iba a ayudarme a escapar?
Los posibles escenarios que me había imaginado en los que de repente entraban en la sala y me sacaban de ahí se habían borrado de mi mente y de mi corazón. No podía esperar la ayuda de alguien que no fuera yo misma. Conseguí levantarme mientras me agarraba de la pared y clavaba las uñas en las pequeñas gotas de la pintura seca del gotelé. Caminé sin pensar hacia el monstruo rojo, tampoco quería hacerlo. porque si lo pensaba volvería al suelo y sería una más entre el resto de las mujeres que se balanceaban y gemían. Lo único que quería era salir de allí y sé que es un pensamiento egoísta porque el resto de mujeres no estaba presente en mi mente, y eso que seguramente habían pasado por cosas mucho peores que yo.
Cuando llegué frente al monstruo rojo, sentí que las fuerzas que me habían ayudado a levantarme del suelo flaqueaban. Ver esos pozos negros sin iris ni pupilas y los colmillos casi me convencen de que me diera la vuelta. Aún sigo sin entender cómo es que no volví al suelo.
Imploré, rogué, pedí y supliqué que me dejara salir de ese lugar. Estaba segura de que me entendía porque no dejaba de sonreír y de negar con la cabeza. Sentí que todos mis intentos iban a acabar en ese asqueroso gesto. Me propuse rodearlo, incluso finté a un lado y a otro pero no se movió. Lo único que hacía era reír. Tan solo era entretenimiento para él.
Lo único que quería en ese momento era borrar esa sonrisa de su rostro rojizo. Golpeé con el puño cerrado su nariz ganchuda. Recuerdo su cara, pasó de una expresión de completo júbilo a una de total desconcierto. Tampoco puedo olvidar lo que vino después de que su desconcierto mudase en el mayor gesto de rabia que he visto en mi vida. Me zumbaron los oídos por el bofetón, no me había dado cuenta del momento en el que el monstruo había despegado la garra de su cadera. Me tambaleé y caí al suelo de rodillas. El sonido me llevó a los días de navidad en los que mi vecino tiraba petardos en la calle. Algo caliente me caía por la nariz hasta llegar a mi labio superior, noté el sabor metálico de la sangre. Intenté tragar la masa casi física de miedo que se había formado en mi garganta, sabía a ácido. Quería retroceder y volver a mi sitio junto a la pared, pero no podía moverme. El ser me tenía cogida por una pierna, me arrastró hacia él y por mucho que traté de liberarme, no pude evitar que me alzara. Aún noto la presión de su hombro en mi estómago.
Golpeó los barrotes con la porra y gritó algo que no entendí, no dijo ni hizo nada más. El calor en la mejilla aún persistía y sentía los ecos del golpe. La puerta se abrió y escuché como el monstruo rojo se comunicaba con otro, me veo incapaz de intentar imitar los sonidos que hacían, aunque nunca los olvidaré. Deseaba que fuera el ser violáceo pero cuando el rojizo empezó a caminar, vi como otro monstruo idéntico de color amarillo cerraba la puerta. Pasamos por un pasillo muy largo, cuando cierro los ojos sigo viendo la misma sucesión de puertas verdes tras mis párpados. Intenté liberarme, pero el golpe contra mis nalgas consiguió que no lo volviera a hacer. Pensaba que iba a encontrarme con algún hombre o con el ser violáceo, pero no fue así, no había nadie. Bajamos por unas escaleras y entramos en la habitación con paredes de azulejos. No fue hasta que me tiró sobre la camilla cuando me di cuenta de que no estábamos solos en esa habitación.
Me agarraron por los pies y por las manos, me sujetaron con unas correas de tela blanca. Los tobillos y las muñecas me ardían cuando intentaba liberarme. Cuatro monstruos de colores me miraban y no dejaban de sonreír. El rojo con la porra, el verde y el naranja vestidos con casacas azules y el negro iba en bata y tenía una jeringuilla en la mano.
No tardó en inyectarme el sedante en mi brazo derecho, tampoco esperaron a que me hiciera efecto. La manada de monstruos de colores se abalanzó sobre mí y no pude hacer nada para evitarlo, estaba paralizada. No recuerdo que monstruo fue el que me rompió el viejo pijama que me había regalado mi madre pocos días antes de morir. Tampoco sé quién de todos esos seres infernales empezó. Lo que sí estoy segura es que todos participaron y más de una vez. Los pocos trozos que quedaban de mí desaparecieron tras cada embestida. En el fondo, agradezco haber perdido la consciencia, aunque sé que eso no los detuvo. Lo único que deseaba en ese momento era no volver a despertarme nunca más.
No sé qué pasó después de eso. A veces me vienen imágenes, sensaciones y sonidos. Noto las gotas de la lluvia empapando mi pelo, el aire frío erizando mi piel, el sonido de múltiples sirenas de policía y unos brazos fuertes que me sostienen y me protegen. Al cerrar los ojos puedo ver la parte trasera del coche, como la luz del sol entra por el cristal delantero e ilumina a un hombre de ojos castaños y que tiene un pañuelo violeta que sobresale del bolsillo de su casaca azul de enfermero.
Las lágrimas bajaban por su rostro. Las mujeres que formaban un círculo a su alrededor se levantaron y la abrazaron, alabaron el valor que había tenido al contar su historia. Una historia que también habían sufrido. Y en ese momento sintió que nunca más iba a volver a estar sola.
Desaparición nocturna
Todos los colores desaparecieron, tan solo existían blancos, negros y grises. Las casas blancas, la nieve blanca, los árboles negros, el vestido negro y el oscuro cielo gris. Podía escuchar el sonido del viento por la ventana abierta, su cama estaba revuelta y vacía y la lámpara de princesa, rota en el suelo junto a sus zapatillas.
Ander se acercó a la ventana, justo debajo, en el parqué, había restos de nieve, miró a través de ella y gritó:
—¿¡Alicia!?
El césped no se podía distinguir debido a la nieve, tirado a un lado había un cubo abollado.
—¿Ander? ¿Qué ocurre? —dijo Laura detrás de él—, ¿y Alicia?
—¡No lo sé! —Ander corrió fuera del cuarto.
Salió de la casa y fue al lugar donde estaba el cubo de basura. Estaba en un lateral de la casa, rodeada por una valla de madera pintada de un blanco que se confundía con la nieve. Aunque apenas podía ver a su alrededor por la escasa iluminación, podía distinguir la silueta de los columpios en la parte trasera. Ander vio las huellas de unos zapatos de adulto que iban en dirección a la parte delantera y las siguió. El rastro se perdía junto a la carretera, donde descubrió unas marcas de neumáticos en el asfalto.
Ander, aterrado, se dirigió corriendo a la casa del vecino de enfrente, tocó frenético el timbre y golpeó con fuerza la puerta que no tardó en abrirse.
—Señor Herrera, ¿sabe acaso que ho…?
—¿Ha visto a alguien frente a mi casa esta noche? —le interrumpió.
Despertó a sus vecinos más cercanos y les preguntó, sin ningún resultado. Cuando volvió vio varios coches de policía aparcados frente a su domicilio y entró corriendo.
—¡Tienen que hacer algo! —sollozaba Laura mientras agarraba la chaqueta de un agente.
—¿Es usted el señor Herrera? —preguntó uno de los policías.
—¡Mi hija ha desaparecido! —gritó él.
El matrimonio Herrera habló con los dos agentes durante lo que les parecieron horas. Llegaron más y más policías y pronto la casa se llenó de ruido. Después de responder a las mismas preguntas una y otra vez, un hombre con camisa negra y vaqueros se acercó a ellos.
—Buenos días, señor y señora Herrera. Soy el inspector Gómez y me encargo del caso de su hija —sacó un bolígrafo y una libreta del bolsillo trasero del pantalón—. ¿Me podrían responder a unas preguntas?
—¿Más preguntas? —subió la voz Ander—. ¡Estamos cansados de responder preguntas! ¡Mi hija sigue ahí fuera!
—Cálmese, señor Herrera —levantó la mano.
—Cariño, cálmate —Laura le tocó el brazo a Ander.
—¿Qué hacían antes de que la niña desapareciera?
—¡No, la secuestraron! ¡La secues…!
Laura le apretó más fuerte el brazo.
—Cariño, el inspector quiere ayudarnos a encontrar a Alicia.
Ander suspiró. Miró al suelo.
—Estábamos durmiendo, me levanté porque tuve que ir al baño y me asomé a la habitación de Alicia para verla dormir y no … —tragó con dificultad—, no estaba.
—¿Sospechan de alguien? —preguntó el inspector Gómez.
—No —contestó Laura.
—No tengo ni idea —dijo Ander.
—¿Cómo se conocieron ustedes? —siguió preguntando el inspector.
—Trabajábamos juntos en la misma oficina —contestó Ander.
—¿Y siguen trabajando juntos?
—Yo lo dejé, trabajo desde casa para poder estar más tiempo con Alicia. Laura sigue trabajando en el mismo sitio.
—¿Cómo era la relación con su hija?
—Somos inseparables desde que era pequeña —dijo Ander—, y Laura la ve ya como su propia hija.
—¿Usted no es la madre? —el inspector estaba escribiendo en su libreta.
—No, es su madrastra —contestó Ander.
—¿Cómo se llevaba con su hijastra, señora Herrera?
—Muy bien…¿Por qué lo pregunta? —respondió Laura.
—Los primeros agentes, que llegaron para recoger pistas, registraron la casa y buscaron entre las pertenencias de ambos y encontraron estos papeles. Son documentos del internado de las afueras y están firmados por usted, señora Herrera —le pasó una carpeta llena de folios a Ander.
—¿Qué documentos…? ¿Qué internado? —Ander abrió la carpeta y empezó a hojear las páginas—, ¿qué significa esto, Laura?
—No es nada, cariño, era algo que te quería ha… —empezó ella.
—¿Por qué no me lo dijiste? —interrumpió él.
—Los firmé hace tiempo, Ander. Los iba a romper, ni siquiera me acordaba de que los tenía.
—¡Me lo tendrías que haber dicho antes de firmar nada!
—¡Lo sé, cariño, lo sé! ¡Perdóname!
Laura se acercó para abrazar a Ander y él la apartó.
—Cálmense los dos —intervino el inspector—. Todavía me queda una pregunta.
Los dos le miraron.
—¿Qué le ocurrió a la madre biológica?
—Pues… —empezó a decir Ander
—¡Ya no está! —interrumpió Laura con un grito—. Disculpe… Es algo... Reciente —se pasó la mano por la cara—. ¿Saben algo ya? Han pasado varias horas desde que llegaron y no nos quieren contar nada, tan sólo nos están poniendo la casa patas arriba y sacando fotos a todo.
—Estamos investigando, señora. Los primeros agentes descubrieron huellas recientes de neumáticos en el asfalto, indicaban que hubo una gran acelerada, también eran unas marcas de gran grosor. La científica ya las está analizando para descubrir la marca y modelo del coche.
Ya era mediodía cuando el inspector se marchó, en la casa todavía había varios agentes, tanto dentro como fuera. El cielo estaba despejado cuando Ander salió a la calle. Pudo ver policías que tomaban muestras y fotografías de las marcas de neumáticos que había visto la madrugada pasada en el asfalto, varios policías evitaban que una marea de personas se aproximase a la casa. Entre ese grupo de personas, pudo ver tanto cámaras de televisión como de periodistas con micrófonos en mano que señalaban en su dirección. Muchos de los que no eran periodistas grababan la escena con sus teléfonos móviles. Ander, asustado, se dirigió al lateral del edificio para ver también a otros agentes, unos pocos sacaban instantáneas y otros, con bolsas transparentes, se llevaban muestras del cubo de basura y de las huellas de zapatos.
Por la noche Ander se sentó en el sofá, exhausto. Todavía quedaban algunos agentes explorando los alrededores y otros controlando a las masas. Encendió un cigarro le dio una calada y con la otra mano cogió el mando de la televisión y la encendió.
Buscaba en los canales de televisión por si había alguna nueva información sobre su hija. Las noticias sólo informaban de que iba a nevar más en los próximos días; de las carreteras cortadas y de los múltiples accidentes. La única noticia que lo sobresaltó fue la del accidente en el hospital psiquiátrico del norte la noche anterior. Según las noticias, se había producido un incendio en las cocinas y se había extendido por una parte del edificio, nadie resultó herido. Con el paso de los años, había intentado olvidar el día en el que unos enfermeros del hospital psiquiátrico se llevaron a su exmujer, sin éxito.
Al día siguiente, seguían sin tener ninguna noticia nueva de Alicia, Ander dejó de comer, apenas dormía y lo único que hacía era estar frente al televisor. Laura tampoco comió ni durmió, aún así ella fue a trabajar. Ander veía a través de la ventana del salón como el día y la noche pasaban mientras estaba sentado en el sofá.
Ander se despertó, se había quedado dormido en el sofá viendo las noticias, a su lado estaba su mujer, se había quedado dormida. Ander pensó que seguramente volvió tarde de nuevo de trabajar. Vestía un traje nuevo que estaba arrugado, pudo ver un pequeño arañazo junto a una de las clavículas. Estaba despeinada y sin maquillar. Se la quedó mirando y recordó el día en el que Laura y Alicia se conocieron.
Ander y Laura estaban sentados, cogidos de la mano, en un banco del parque, frente a la guardería Valdes. Miraban a Alicia, que jugaba con otros niños.
—¿Estás seguro de que le voy a caer bien, Ander? —dijo Laura que se colocó el pelo con una mano temblorosa.
—Por supuesto, cariño —le apretó la mano.
—Y lo que le pasó a su madre… —miró al cielo, aquel día, el sol jugaba al escondite—. ¿Se lo contarás? ¿Le contarás lo que pasó?
—Cuando sea mayor, quiero que sepa lo que… —se interrumpió cuando vio a su hija acercarse—. ¡Cariño! —la cogió en brazos y la alzó—. ¿Te lo estás pasando bien?
Alicia sonrió y movió la cabeza de arriba a abajo.
—Hola, preciosa —Laura le acarició el moflete con suavidad—, ¿cómo te llamas, bonita?
Alicia se apartó con brusquedad.
—¿Quién eres tú?
—Cariño, ella es Laura y va a vivir con nosotros a partir de ahora —dijo Ander mientras le acariciaba el pelo.
—¡Ella no es mi mamá!
Y justo en ese momento el sol desapareció completamente… El teléfono sonó junto a él, Ander volvió al presente y contestó.
—¿Diga?
—¿Señor Herrera? Buenos días, soy el inspector Gómez.
Se levantó tan rápido que despertó a Laura.
—¿Han encontrado a mi hija?
—Estamos siguiendo pistas, señor. Recibimos la llamada de un hombre que asegura haber visto una ambulancia, en muy mal estado, aparcada frente a su casa la noche del secuestro.
—¡Espere, espere! ¿Qué hombre? ¿Qué ambulancia?
—Tranquilícese, señor Herrera. El hombre estaba paseando a su perro y en ese momento pasó por su casa y la vio. Según su descripción de la ambulancia, estamos seguros de que se trataba de una de las que fueron robadas el día del incidente en el hospital psiquiátrico.
—¿Ander...? —Laura se incorporó.
—¿Incidente? ¿Está hablando del incendio de hace tres noches? —tragó él con esfuerzo.
—Bueno, esa es la versión oficial, lo que ocurrió de verdad fue que se produjo un motín y muchos de los pacientes escaparon.
Ander no respondió
—¿Señor Herrera...? —se podía escuchar la respiración del inspector—. ¿Sigue ahí?
—Si…
—¿Por qué no me dijo que su exmujer era paciente?
—¿Lo saben? ¿Cómo… ?
—Por eso le llamo, señor Herrera. Su exmujer Esther fue una de los pacientes que escaparon.
—¿Qué pasa, Ander? —preguntó Laura mientras le tocó el brazo a Ander.
—¿Sabe dónde puede estar? ¿Cree que pudo llevarse a mi hija?
—Por eso le llamaba. Hemos encontrado a su exmujer. Siento comunicarle que la encontramos muerta, dentro de la ambulancia. Estaba aparcada cerca del parque, junto a la guardería Valdés. No había rastro de su hija.
Amor fraternal
—Aquí nunca ocurre nada nuevo —suspiró Mateo—, necesito algo... diferente, un cambio.
María y su hermano caminaban por un sendero de piedras gastadas, los cerezos en flor les indicaban el camino a seguir. María miraba a su alrededor mientras agitaba despacio un abanico verde.
—Yo prefiero que no pase nada —dijo sin mirar a su hermano.
—Eso es porque eres una cobarde.
María cerró el abanico muy rápido.
—¿Qué pasa?¿No dices nada? —la agarró del brazo—, ya decía yo —la soltó.
Continuaron el camino en silencio hasta que llegaron a la choza abandonada, que siempre veían de camino a casa. No tenía puerta y la única ventana había tenido mejor época. Mateo se adelantó, miró por la ventana y gritó como nunca había hecho antes. María tiró su mochila y corrió lo máximo que le permitieron sus piernas cortas.
—¡¿Mateo?!
—¡Ayúdame! —No dejaba de mover las brazos arriba y abajo, una y otra vez. La mochila se estaba rompiendo por el roce con el cristal roto—, ¡no me deja sacar la cabeza!
Al llegar a donde estaba su hermano, pisó los cristales, le agarró y tiró con todas sus fuerzas. Mateo salió sin ninguna dificultad y los dos cayeron. Mateo se estaba riendo con lágrimas en los ojos.
—No me lo puedo creer… —dijo entre risas—. ¡Ha funcionado!
—¡No ha tenido gracia! —María se levantó apoyándose en una mano—. Me hice daño.
—Siempre tienes miedo, tan solo son cristales —sentado en el suelo miró a su hermana mientras se levantaba—. Voy a entrar—incorporó de un salto—. ¡Voy a entrar! Si quieres puedes quedarte aquí… sola —Mateo tiró la mochila y sin esperar respuesta entró.
La choza era de madera y estaba llena de pequeños agujeros. María, con pasos cortos y temblorosos, entró. La peste la golpeó en los dientes, se tapó la boca y la nariz con las dos manos. Una vez recuperada de la impresión abrió los ojos y observó la casa, no había más mobiliario que una mesa tirada en el suelo y los restos de una silla. Apenas se podía ver el suelo, la naturaleza era la dueña. Mateo estaba mirando la pared más alejada, María se acercó con miedo. Primero lo miró a él, tenía los ojos y la boca muy abiertos, luego miró la pared:
CUIDA TUS PASOS, ESTÁN CONTADOS
—Mateo, no tiene ninguna gracia —dijo con voz temblorosa—, te estás pasando.
—Yo no he sido.
—¿Quién ha podido…?
—Algún vagabundo loco, seguramente. El mensaje parece estar escrito con sangre de animal —dijo sin apartar la mirada de la pared.
—¿Cómo lo sabes?
Mateo señaló a su izquierda. María vio los restos de ratas y gatos, a muchos de ellos les faltaba la cabeza.
—Mateo… —Le puso una mano en la espalda—, ¿estás bien?
Mateo no respondió, sonreía.
—¿Mateo?
—Increíble… —dijo en un susurro—. ¡Esto es increíble! —gritó de alegría— ¡Alguien que hace una broma decente en este pueblo!
—¿No tienes miedo?
—¿Yo? ¿Miedo? —miró a María—. ¿Te piensas que soy como tú?
Mateo se quedó mirando la frase e durante tanto tiempo que no se dio cuenta de que estaba solo. ¿A dónde habrá ido la gallina? Salió de la choza abandonada, recogió la mochila rota y reanudó el camino a casa. No veía a María por ninguna parte.
Empezó a llover, el camino de piedra había terminado y el resto era de tierra, las botas no tardaron en llenarse de barro. Se cubrió la cabeza con la mochila y empezó a correr.
No tardaría nada en llegar a casa, estaba muy cerca del puente que cruzaba el arroyo. Cuando llegó al puente vio que su hermana estaba sentada en el borde mirando el arroyo, con la mochila a su lado. Tenía el pelo pegado a la cara, la camisa rota en el costado y muy sucia.
— ¡¿María?!
No respondió. Se acercó a ella y le dijo:
—¿Qué haces aquí? —le preguntó y al ver que no respondía, se acercó más—, ¿Estás cabreada conmigo? Solo estaba bromeando.
—Tres… dos… uno —susurró María.
—¿Qué estás balbuceando?—Él la agarró por las axilas y la puso en pie—. ¡Vaya, sí que estás mojada! —Le colocó el pelo rojo detrás de la oreja—, ¿quién me iba a decir que mi hermanita iba a estar aquí sola? Con lo gallina que…
No pudo acabar la frase.
Lo último que sintió fue que estaba cayendo.
Terapia de choque
—Te vas a recuperar pronto —dijo Ricardo a su espalda mientras tomaba un café junto a la ventana del patio—, el médico dijo que necesitas un mes de reposo.
—Ya lo sé. Yo también estuve ahí.
Habían pasado dos días desde que Ansel se cayera de la moto. El accidente ocurrió cuando volvía de cubrir una noticia sobre un robo; aquel día no paró de llover. Ansel tomó mal una curva porque el asfalto estaba resbaladizo y la moto se le cayó encima de la pierna izquierda.
Los días pasaban y Ansel no salía de casa, se levantaba de la cama con la ayuda de su marido o de sus muletas y se sentaba en la silla que había colocado Ricardo junto a la ventana para poder ver el patio. Desde que habían empezado las vacaciones de verano, siempre observaba a los niños del vecino jugando a la pelota. Después de quejarse a sus padres, se apalancaba en el sofá y encendía la televisión. Ese día no cambió la rutina; Ricardo había salido a hacer la compra y cuando volvió, llevaba bolsas y estaba sudando a la vez que sonreía.
—Tenemos nuevos vecinos —fue a la cocina y regresó—, son un matrimonio. El matrimonio Hook. El marido estaba en el portal, más o menos son de nuestra edad. Podríamos ir a hacerles una visita luego, cuando vuelva del ensayo. Estaban en plena mudanza y no quiero molestar.
—¿Por qué tengo que ir yo?
—Para que hagas amigos, viven justo enfrente, solo tenemos que cruzar el patio.
—No necesito amigos —Ansel subió el volumen de la televisión.
—Los necesitas —Ricardo le quitó el mando —, y también ducharte. Cuando vuelva del ensayo te pienso obligar a que te duches.
—Que síííí…
—Y no te asomes por la ventana, que luego te pones de mal humor por esos niños —sacó el teléfono móvil, besó a Ansel—. Me tengo que ir ya, cariño.
Al salir por la puerta, Ansel fue al baño despacio. Al volver, se sentó en la silla junto a la ventana y apoyó las muletas contra el marco. El patio era de baldosas antiguas, rojas y blancas. En el centro, custodiándolo todo, había una figura de un pavo real de mármol. No había nadie en ese momento. Se estaba levantando cuando se fijó en el piso de enfrente.
No habían echado las cortinas y observó toda la sala principal, el salón estaba lleno de cajas y al lado de ellas estaban sus nuevos vecinos. Se estaban besando. El señor Hook era un hombre alto con el pelo rapado y barba negra, era muy delgado y la señora Hook, más baja que él, de pelo negro, tapado por una boina gris. El la cogió en brazos y fueron a la habitación.
«No pierden el tiempo —pensó Ansel».
Ansel iba a apartar la mirada cuando la puerta de la entrada se abrió y entró una mujer rubia.
«Esto se pone interesante».
El marido salió corriendo de la habitación y le besó en la boca. Estaban hablando y se dirigían a la cocina cogidos de la mano, cuando la puerta del cuarto se volvió a abrir y la primera mujer salió, se acercó a la salida sin hacer ruido, con el pelo negro suelto por su espalda, y se marchó.
«Qué perro señor Hook —rio Ansel—, faltó poco».
Pasaron por el salón y fueron al dormitorio. No apartó la mirada de su piso, al rato, el señor Hook salió sin camisa y luego le siguió su mujer en bata. La mujer se fijó en el suelo y cogió algo, era una boina. Escuchó algo porque la tiró entre las cajas. El hombre apareció, le sonrió y volvió a entrar en el cuarto. Ella, en cambio, fue a la cocina y unos segundos después, apareció con un cuchillo muy grande en la mano y entró en el dormitorio. Pasaron unos segundos y salió con el cuchillo manchado de rojo.
«¡¿Qué demonios?!»
Ansel, nervioso se ayudó del marco de la ventana para ponerse de pie, saltó sobre una pierna y se acercó lo más rápido posible a la mesilla, junto al sofá, para llamar a la policía.
—¡Han asesinado a mi vecino! —gritó Ansel—. ¡Vengan rápido!
Ansel no dio su nombre, tan solo les dio la dirección y el piso de sus vecinos. A los quince minutos escuchó las sirenas. Se acercó y vio cómo tres agentes, armados, hablaban con la vecina y se marcharon al poco tiempo tras haber inspeccionado el piso, sin arrestarla.
«¿Por qué no se la llevan?» —pensó él.
Ansel no se movió del sitio hasta que llegó Ricardo.
—No te lo vas a creer, Ansel —dijo Ricardo—, el portero me contó que la policía fue a la casa de los nuevos vecinos por una falsa denuncia —vio a Ansel, que estaba mirando por la ventana sin disimular— Ansel... ¿Fuiste tú quien llamó a la policía?
Ansel no respondió.
—¡Ansel! —se acercó a él y le apartó de la ventana—. ¿Por qué lo hiciste?
—¡Mató a su marido! —gritó Ansel—, ¡lo vi desde aquí!
—Es imposible, Ansel, cuando me lo encontré esta mañana me dijo que tenía que irse a trabajar fuera de la ciudad unos días.
Discutieron durante horas. Después de la cena, Ansel insistió en dormir esa noche en el sofá, quería ver la televisión hasta tarde y no quería molestar a Ricardo.
—Pero no te pongas a mirar por la ventana.
Al escuchar los ronquidos que venían del dormitorio, Ansel se levantó con mucho esfuerzo, se sentó en su sitio y volvió a espiar a su vecinos. La sala principal estaba iluminada pero no había nadie ahí. Esperó unos minutos hasta que la señora Hook apareció y cogió bolsas de basura llenas y salió del piso.
«¿Qué llevará dentro de esas bolsas? —se preguntó él—. Estas no son horas para sacar la basura… espera... no puede ser, ¡cortó a su marido en trozos! ¡Se va librar del cadáver!»
Volvió a llamar a la policía.
—¡Mi vecina cortó a su marido en trozos y se va a deshacer de su cadáver! —gritó el.
Esta vez sí dio su nombre y la dirección de su vecina. A los pocos minutos volvió a escuchar las sirenas.
—¿Ansel? —dijo Ricardo que se había despertado. Miró a Ansel de pie y que espiaba de nuevo. Luego escuchó las sirenas—, ¿otra vez?
—¡Se está deshaciendo del cadáver! —gritó.
Ricardo se colocó junto a él y oteó la casa de los Hook.Varios agentes hablaban con la señora Hook y otros registraban las bolsas. Lo único que sacaron fue prendas de ropa.
—No puede ser… —dijo Ansel que se giró.
—¿Acaso viste el cadáver?
—No, pero…
—Pero nada, solo viste un cuchillo manchado, y desde aquí —le interrumpió.
Volvieron a discutir.
—Mañana le vas a pedir disculpas a la señora Hook —dijo Ricardo.
—No pienso ir —contestó.
Ricardo se dirigió al cuarto, se giró antes de entrar y dijo:
—Pues yo sí.
A la mañana siguiente, a Ansel le despertaron los ruidos que provenían de la cocina. Apoyado en las muletas llegó a esta, su marido guardaba unos tuppers en unas bolsas de plástico. Ansel se acercó a Ricardo pero él se apartó. Ricardo cogió la bolsa y salía de la cocina cuando Ansel le dijo:
—¿Adónde vas?
—Voy a darle estas galletas caseras a la señora Hook y a disculparme —cerró la puerta.
Ansel se quedó de pie frente a la puerta unos minutos. Luego fue a su sitio frente a la ventana. La señora Hook estaba abriendo cajas cuando se acercó a la entrada, la abrió y entró Ricardo. Su marido le entregó las galletas con su encantadora sonrisa y empezaron a hablar. Hablaron un rato hasta que la señora Hook entró en la cocina y al volver al salón, portaba un cuchillo. Ricardo entró en pánico y empezó a correr pero se tropezó con las cajas y se cayó. La señora Hook se acercó a él y empezó a apuñalarlo.
—¡Noooo! —gritó Ansel.
Ansel se levantó muy rápido, perdió el equilibrio y se desplomó. Se agarró al sofá y se levantó poco a poco. Salió del piso lo más rápido que pudo con la muletas. Bajó por el ascensor, cruzó el patio custodiado por el pavo real, entró en el otro bloque y volvió subir en el elevador. Al salir vio a la señora Hook que caminaba hacia las escaleras, Ansel, muy sudado, marchó en pos de ella. Al llegar junto a su vecina, no se lo pensó y la empujó. La mujer cayó rodando por las escaleras. Se agarró de la barandilla para poder bajar y le quitó las llaves y de la misma manera volvió a subir. Llegó a la puerta y la abrió.
—¡Sorpresa! —gritaron todos sus amigos, su familia y Ricardo.
La casa de muñecas
—Señora Murray, nos preocupa el repentino cambio en el rendimiento académico de Mery, es muy bajo —dijo el profesor Bill—. ¿Sabe cuál es el motivo?
—No, no sabía que algo iba mal —dijo la señora Murray—. Lo único raro que he notado es que no habla tanto como antes, tampoco deja de jugar con su casa de muñecas.
Mery, sentada al lado de su madre, parecía más pendiente de conseguir hacer una puerta con los tres bolígrafos del profesor que de la conversación que estaba teniendo lugar en el aula.
—Señora, Mery no habla con sus compañeros y cuando lo intentan, ella los rechaza de malas maneras —continuaba el profesor—. Discúlpeme pero tengo que preguntarlo, ¿hay algún problema en casa?
—¿Qué está insinuando? —alzó la voz—. No voy a consentir que dude de nuestra familia, vámonos Mery.
—Pero, mamá, casi lo había conse…
—¡Nos vamos!
La madre y la hija salieron del aula a toda prisa, sin mirar atrás. En el trayecto de vuelta, la señora Murray no dejó de despotricar contra el profesor Bill. Tardaron en llegar unos quince minutos, la madre de Mery estaba realmente cabreada. La familia Murray vivía en una pequeña casa de dos plantas a las afueras de la ciudad, de color gris y el tejado, de tejas oscuras.
—Vete a tu cuarto a hacer los deberes, Mery.
—Pero mamá…
La mirada de su madre evitó que la niña terminase la frase, sin mirar atrás, subió a su cuarto. Su habitación era de color rosa amaranto. Junto a la cama, en el suelo, había una casa de muñecas enorme, casi tan grande como Mery, había pertenecido a su madre cuando era pequeña, era muy vieja y tenía grandes agujeros. Dentro de la casa habían tan solo cuatro juguetes: un perro, una osa panda, un oso pardo y una niña, los demás estaban tirados por el suelo, rotos.
Todas las tardes después de clase, Mery jugaba con sus muñecos, si no era interrumpida por Mike, su hermano mayor, podía pasarse horas encerrada en el mundo que había creado. Le encantaba jugar con el perro y la niña, hacía que se persiguieran por las distintas estancias de la casa y el perro, siempre perdía aposta para hacer a la niña feliz. Siempre que jugaba con la panda le resultaba muy divertido hacer de mamá despistada y que no se enteraba de nada. El oso que apenas jugaba con él, a veces pensaba en tirar el juguete, pero lo quería, lo tenía desde hacía mucho tiempo.
—¡Mery! —gritó la señora Murray—, ¡La comida está lista!
—¡Voy! —Mery puso al oso, con mucho cuidado, en el dormitorio principal y bajó al comedor.
Alan era el nombre de su padre, era un nombre alto y escuálido, el único rastro de pelo castaño que se podía ver, estaba en los laterales de la cabeza. La silla libre estaba junto a Mike, como siempre, frente a su padre.
—¿Cómo te ha ido hoy en la escuela Mike? —preguntó la señora Murray.
—Muy bien —sonrió—, estamos aprendiendo las raíces y potencias, es muy fácil.
Su madre y Mike no pararon de hablar del colegio, ella reía y alababa sus grandes calificaciones y él sonreía tímido y desviaba la mirada, de vez en cuando, hacia Mery. Ella no levantó la cabeza de su plato.
—¿Qué hay de ti, Mery? —dijo Alan, era la primera vez que hablaba en toda la noche.
—Todo va bien, papá —dijo sin levantar la mirada.
—¿Estás segura?
—Sí, papá.
—¿No había llamado el profesor…? —miró a Annie— ¿Cómo se llamaba?
—Se llama Bill —dijo Annie.
—Eso —chasqueó los dedos—, ¿qué quería?
—Reunirse conmigo, las notas de Mery han sido muy bajas últimamente —suspiró— y quería saber el motivo.
—¿Qué? —dijo sin alzar la voz— ¿Es eso verdad Mery?
—No volverá a pasar —intervino Mike—, yo la ayudaré.
Mike cogió la mano de Mery por debajo de la mesa y se la apretó dándole fuerzas, ella le sonrió agradecida y volvió a mirar su plato. Su padre se levantó de la mesa y se colocó entre ella y Mike.
—No volverá a pasar, ¿verdad Mery? —dijo Alan mientras le sostenía la barbilla para mirarla directamente a los ojos.
—Verdad… papá —estaba temblando.
—Estoy preocupado por ti, mi niña, lo entiendes ¿verdad?
Mery desvió la mirada.
—Mírame cuando te estoy hablando.
Ella le miró sin decir nada.
—Estás creciendo muy rápido Mery —dijo en voz suave—. Sube a tu habitación, no vas a cenar hoy.
Mery seguía con carne de susto cuando entró en su habitación y se tiró sobre la cama llorando, estuvo así hasta altas hora de la noche cuando sintió que abrieron la puerta, sabía quién era sin tener que mirar. Notó que se sentaba en la cama, junto a ella.
—Me preocupas, Mery.
Al día siguiente estuvo jugando toda la mañana en su casa de muñecas, el oso y la niña pasaron más tiempo juntos, ya no jugaba con el perro, no sabía por qué y la panda seguía sin enterarse de nada.
Boleando amor
Receta: Croquetas de mentiroso
Ingredientes
Una cebolla y un puerro en brunoise
150 gr mantequilla
300 gr de harina tamizada
½ litro de leche caliente
Sal, pimienta y nuez moscada
Un poco de celos
Mensajes de amigas
½ kg de José, cortado en brunoise
Pan rallado y huevos
Elaboración
Pochar la cebolla en la mantequilla con un poco de mis lágrimas y salpimentar, agregar el puerro hasta que esté todo bien cocinado. Añadir los trozos de José en brunoise muy pequeña y mezclar bien con un poco de celos. Una vez que José esté blandido, introducir la harina tamizada y revolver con mucha rabia. Añadir la leche caliente como las putas con las que se acostó y darle un toque de sabor dulce con nuez moscada, dejar reposar la mezcla hasta que esté frío, como su corazón. Mientras la masa de croquetas reposa, todos los mensajes de esas putas siguen sonando en el móvil. Las manos sucias de pan rallado y huevo, lágrimas en la cara, sollozos inaudibles. Cocinarlas, comerlas y seguir llorando.
Muchos Avemarías y Padrenuestros
Ave María purísima
Sin pecado concebida
Así empieza todo. Ser sacerdote durante 37 años me ha llevado a conocer las historias más surrealistas y extrañas que uno pueda imaginar: infidelidades, atracos, asesinatos y robos, si algún día decidiera escribir un libro, me faltarían páginas. El confesionario, un habitáculo de madera y viejo, el lugar donde tantos pecados he escuchado e impuesto innumerables penitencias. Desconozco cuántos avemarías y padrenuestros han tenido que rezar los feligreses.
Ave María purísima
Sin pecado concebida
Cuéntame, hija
Carmen siempre viene los sábado, es una de las creyentes más impías que viene a esta santa iglesia, ha pecado tanto que ya no sé qué penitencia ponerle. Ha engañado a su marido, José, esto sí que es nuevo. Se ha acostado con el amigo de su esposo, y aunque lo siente mucho, no parece muy arrepentida, estoy seguro de que volverá el próximo sábado a decirme que lo engañó otra vez. Ladrona e infiel, esta mujer tiene una vida llena de pecado. Me pregunto por qué la gente se casa si luego hacen estas cosas, pero pensándolo bien, si no lo hicieran, yo apenas tendría trabajo y además sería muy aburrido.
Hija mía, ¿por qué lo hiciste? No, no es excusa que tu marido nunca esté en casa, le debes fidelidad. Lo importante es que pareces arrepentida y Dios todo lo sabe, recuérdalo hija mía. Solo puedes compartir tu lecho con tu esposo, así lo quiere nuestro Señor. ¿Hay algo más que quieras confesar, hija? De acuerdo, como penitencia tienes que rezar quince avemarías y diez padrenuestros, no me mires así, que el pecado es muy grave. Puedes ir en paz.
Recuerdo la primera vez que vi este confesionario, pensé que era muy viejo y que pronto tendríamos que cambiarlo, me equivoqué. Cuando yo ya no esté, este habitáculo seguirá escuchando los pecados y penitencias de los creyentes. Consta de dos puertas, una por la que entran los feligreses y se arrodillan frente a la rejilla, para proteger así su identidad, y otra por donde entro yo, hay un cojín de color púrpura para estar cómodo durante el sacramento de la reconciliación.
Ave María purísima
Sin pecado concebida
Cuéntame, hijo
Por la voz… ¿es Jose? ¿El marido de Carmen?, el no suele venir a misa y mucho menos a confesarse. Jose se acostó con su amigo, el mismo hombre con el que se acostó Carmen. ¿Es una broma? A veces creo que la gente viene a confesar pecados inventados por aburrimiento, no son verdaderos cristianos. Resulta que estaba borracho, apenas se acuerda de nada y encima su amigo se llama Jesús, lo que faltaba.
¿Cómo que te acostaste con tu amigo, hijo de mi vida? Pero tú eres.... bueno, si te acuestas con un hombre… ¿Qué quieres que piense? Sí, el alcohol te hace cometer locuras, hijo, pero hay que saber controlarse, que el demonio acecha por las esquinas. No, por supuesto que no se lo contaré a nadie, esto queda entre tú, yo y el Altísimo. Recuerda, tienes a una mujer que te quiere, no la hagas sufrir. Como penitencia tienes que rezar diez avemarías y veinte padrenuestros, puedes ir en paz. ¿Por qué no te marchas?¿Que no te sabes las oraciones ? Bueno, reza conmigo…
Los sábados apenas salgo del confesionario, paro cuando es la hora de la eucaristía, los pecadores no dejan de venir, ¿por qué hay tantos?
Ave María purísima
Sin pecado concebida
Cuéntame, hijo
No reconozco la voz de este hombre, ¿es la primera vez que viene a la iglesia? Sí, ya decía yo que no lo conocía. Apenas puedo verle a través de la rejilla, entiendo que la pusieran para salvaguardar la identidad del penitente, pero a veces es difícil reconocer las voces y acordarse de la historia de cada uno, voy a poner una queja. El hombre se llama Jesús, que casualidad…Aun estando cerca de la rejilla me cuesta escucharle, parece avergonzado.
Hijo mío, si no hablas un poco más alto no te voy a entender, cuéntame, nadie nos escucha, salvo Dios. ¿Qué te acostaste con una mujer? … Ya veo, fue algo de una noche… ¿Que también te acostaste con un hombre?… ¿Que usaste preservativo?... Hijo de mi vida, la penitencia no hace más que aumentar, eres preso de la lujuria. ¿Estás arrepentido? Me alegro de que los estés, así Dios podrá perdonarte. Tienes que rezar 30 Avemarías y 25 Padrenuestros, no te quejes, Jesús, corto me he quedado con todo lo que te has cebado. Puedes ir en paz, ¡ah! Y deja también algo de dinero en el cepillo, que hace falta barnizar el confesionario.
A veces, en la soledad del confesionario, pienso si elegí bien al ordenarme sacerdote... Pero me aburriría mucho sin poder escuchar los pecados de los creyentes, y ese es mi pecado.
Prisionera de unos vasos
Todo lo que tenía que hacer era entrar en la casa sin ser vista y robar. No sabía qué me iba a encontrar dentro, me dijeron que era un hombre muy rico y que acumulaba objetos de gran valor. Pensé que si fuera alguien rico y tuviera que esconder lo más valioso de mi colección, lo escondería en una caja fuerte, según mi fuente lo más valioso estaba en el dormitorio. Mi contacto me dijo que el dueño de la casa no iba a estar, tampoco habría alarma, por lo que iba a ser un trabajo sencillo. Al principio me pareció que tenía trampa.
Tuve que esperar a que se hiciera de noche y ver salir al señor. La casa no era muy grande y estaba en una zona apartada. Esperé unos minutos por precaución. Entrar fue fácil si sabes usar una ganzúa, era cierto que no había alarma. Lo primero en lo que me fijé fue en los muebles caros del salón, todo estaba muy limpio. Me pareció extraño encontrar un vaso lleno con un líquido oscuro encima de la mesita, frente al televisor, se le habría olvidado. De camino al dormitorio, pasé por la cocina, era una cocina americana que conectaba con el salón. Me fijé que sobre la encimera había otro vaso lleno con un líquido más transparente. Pensé que el señor tendría problemas de memoria.
En el dormitorio había una cama de matrimonio al fondo, una mesilla de noche junto y un armario en la pared izquierda. Encima de la mesilla había otro vaso con un líquido transparente, agua. Decidí olvidar los problemas de memoria del señor y busqué con esmero, no fue difícil encontrar la caja fuerte, estaba dentro del armario. No era muy grande, vi que tenía tres ranuras, encima de cada ranura había un dibujo de un vaso. “¿Cuántas opciones tengo para acertar? ¿Habrá algún sistema de seguridad si fallo? ¿Qué hay dentro de la caja fuerte?” Tenía muchas preguntas y no tenía ninguna respuesta. Busqué por todo el armario y no encontré nada, pero al tocar por encima de la caja fuerte encontré una tarjeta pequeña que ponía:
“Solo una opción es correcta, sola una oportunidad tienes.”
Esa tarjeta resolvía una de mis dudas. Estaba seguro de que las llaves estarían dentro de los vasos, solo tenía que saber qué llave iba en cada ranura. Cogí el vaso con el agua, en el fondo había una llave negra. No podía meter la mano dentro, estaba tapado con un cristal, tenía que romperlo para coger la llave. Cogí los otros vasos, también estaban tapados con un cristal. Sentada en el borde la cama, decidí que tenía que romperlos y los tiré al suelo con fuerza, de uno en uno.
Primero cogí la llave negra del vaso de agua, la siguiente llave era de color cobre, estaba dentro del vaso de la cocina, el líquido, por el olor, resultó ser orina, la última llave era de un color claro, no lo pude apreciar bien por las manchas de color rojo del líquido, era sangre. Tenía que darme prisa en abrir la caja fuerte, ya llevaba dentro de la casa bastante tiempo. Después de varios minutos, decidí el orden de las llaves, sería según el orden que vi los vasos al entrar en la casa. Al abrir las dos primeras cerraduras no pasó nada, pero al abrir la tercera empezó a sonar una alarma, apenas tuve tiempo de reaccionar cuando escuché una voz detrás de mí:
—Respuesta incorrecta.
Después me desmayé.
—Eso es todo lo que recuerdo, agente.
Cura a la fuerza
El sol brillaba alto en el cielo cuando entraron en su casa, la agarraron entre cuatro hombres, la metieron a la fuerza en una furgoneta blanca y pusieron rumbo hacia el hospital psiquiátrico de Bangor. Por mucho que gritó no consiguió que nadie viniera para ayudarla. Durante el trayecto, Bev apenas vio algo, el único resquicio de luz era el que provenía de una pequeña rendija en la parte superior del vehículo. Estaba en la parte trasera, encadenada por un brazo con ella estaba uno de sus captores, todos los intentos por hablar con el hombre de blanco fracasaron.
Seguía pensando en cómo escapar, cuando la furgoneta se detuvo, la puerta se abrió y tras ella había un hombre con bata blanca, en la mano tenía una jeringuilla con un líquido amarillo en su interior.
—No te preocupes, no te voy a hacer ningún daño —dijo mientras sonreía.
Beverly dio patadas, luchó y se resistió, tuvieron que entrar más enfermeros para agarrarla, a pesar de estar encadenada, no pudieron reducirla fácilmente. Entre los cuatro la sacaron de la furgoneta. El sol estaba escondido a esas alturas del día cuando Bev se fijó en sus alrededores, la furgoneta estaba en frente de la entrada de un edificio color ceniza, con un camino estrecho de piedra que conducía hacia la entrada. Había enormes jardines de una gran variedad de especies exóticas y tal cantidad de árboles, que apenas se podía ver más allá de ellos. La dejaron de rodillas frente al doctor. En su bata, cosido a mano en letras negra, se podía leer: “Dr. Trent”.
—¡Suéltenme! —gritó Beverly
—Si te soltamos, querida, podrías hacerte daño —contestó el doctor con voz muy suave—, tan solo queremos ayudarte.
El doctor Trent se acercó a Bev y le clavó la jeringa en el brazo izquierdo, poco a poco fue notando como los ojos se le cerraban solos.
Al despertarse, lo primero que sintió fue un fuerte dolor de cabeza y que estaba acostada en una cama muy incómoda. Observó la habitación en la que se encontraba, las paredes eran de piedra gris, solo había una pequeña ventana con barrotes en la que podía ver un cielo oscuro, escuchaba la tormenta que se estaba desatando fuera, no había más mobiliario que una cama, ni más objetos que un cubo. La única fuente de luz de la habitación provenía de una antorcha que pendía de una pared. Se acercó a la puerta pero estaba cerrada, no escuchaba nada más que la tormenta. Se acercó a la ventana, pero apenas llegaba para poder ver, cogió el cubo y lo colocó de manera que pudiera subirse en él y conseguir así ver el exterior. Estaba lloviendo a cántaros y varios relámpagos tatuaban el cielo, por lo poco que vio, el lugar no se parecía en nada al que la habían traído. El camino de piedra ya no existía, ni el jardín exótico, los árboles se habían reducido a unas pocas ramas resecas sobre troncos viejos.
Seguía mirando por la ventana cuando escuchó el tintineo de las llaves detrás de ella, el ser que abrió la puerta no podía ser de este mundo. De corta estatura pero de brazos y torso muy musculados, de color verde, sin pelo y de orejas picudas, su vestimenta consistía en un viejo taparrabos de color oscuro. El extraño ser estaba abriendo la puerta mientras que con la otra mano sostenía una antorcha, detrás de él había otra criatura con una camisa larga raída, descosida por el centro dejando así al descubierto unos músculos muy marcados, antes había sido blanca y también llevaba un taparrabos.
—¿Qué demonios sois? —gritó ella.
—Tienes que venir con nosotros —dijo el ser con la camisa raída.
La extraña criatura que había hablado se acercó a ella con algo en las manos que no consiguió ver. Era incapaz de moverse debido al miedo, por mucho que intentaba mover los brazos y las piernas no le obedecían. Debido al shock no hizo nada cuando le colocaron un aro de cuero del que colgaba una cadena, mientras se lo ponían pudo distinguir en la vieja camisa unas letras negras. Una vez puesto el aro, el extraño ser tiró de la cadena con mucha fuerza, obligándola a moverse.
Fue arrastrada por un pasillo muy largo con muchas puertas cerradas, bajaron escaleras, pasaron por habitaciones llenas de polvo y telarañas sin encontrarse con ningún humano u otra criatura, no se pararon hasta llegar a una puerta con una calavera en el centro. El ser que portaba la antorcha abrió la puerta, dentro muchos seres los esperaban, todos iban desnudos, los viejos taparrabos decoraban el suelo. Lo único que había en la habitación era una gran tabla de madera sostenida por cuatro patas, en cada esquina había unos grilletes.
—Ponedla encima de la camilla —dijo el ser con la camisa.
Varios de esos seres se acercaron a Bev, la agarraron y la levantaron, no pudo hacer mucho para evitarlo, eran demasiados, también gritó pidiendo ayuda pero nadie vino. La colocaron en la tabla, le pusieron los grilletes en cada extremidad y le quitaron el aro que tenía en el cuello. Beverly no dejó de gritar, ni de intentar zafarse de su prisión. Se fijó que los cuerpos desnudos de los extraños seres les gustaba verla llorar y suplicar. La criatura vestida con la camisa raída se acercó a ella.
—Vamos a curarte —dejó caer su taparrabos.
Beverly dejó de contar cuántos intentaron curarla, dejó de contar cuando los seres pasaron de ser extrañas criaturas a ser humanos.